martes, 10 de mayo de 2011

Carretera

Abordé mi automóvil y conduje durante muchos días, sin detenerme, sin dormir, sin comer. Conduje sobre arena, fuego, aire, acero, agua, asfalto. Pensé en la violencia con que los neumáticos acarician las calles y las carreteras, rasguñando las superficies como las uñas de XXX al encontrar el orgasmo desgarran mi piel. Mis oídos se bañaron en la titánica melodía de un motor forzado a superar sus facultades mecánicas. El viento penetraba las aberturas del cuerpo metálico del automóvil como la voz de un cantante de rock penetra en las aberturas carnosas de las adolescentes.

Mi mano izquierda se aferraba al volante y mi mano derecha manipulaba la palanca de velocidades, moviéndola de adelante hacia atrás, sin titubear. El motor se revolucionaba en exceso y comenzaba a gritar, implorando que sacara el embrague, pero yo me negaba a retirarlo y entonces el llanto del motor aumentaba de intensidad y yo sabía que la máquina disfrutaba sentir el embrague hasta lo más profundo, exhalando un suspiro cuando se veía liberada... para pedir más. Y yo la satisfacía para escuchar sus roncos gemidos.

Pisé el acelerador y me deleité con la sensación de no encontrar obstáculo alguno en la caída de mi pie. La velocidad aumentaba. La materia aumentó de vibración, se convirtió en sonido y después en luz. Los demonios de la velocidad me excitaban con sus incanzables lenguas. Pude sentir la vida de cada una de mis células. Mi espalda se abrió y brotaron un par de alas que se desplegaron hasta cubrir la totalidad del cielo. Mi piel, al principio entumecida por el viento, adquirió tal sensibilidad que me permitió disfrutar del coro de las estrellas, el aullido de los lobos y la libertad de las águilas. Cuando los insectos se estrellaban en el parabrisas podía sentir que la vida saltaba de sus diminutos cuerpos a la inmensidad del cosmos.

El camino era hacia arriba, subí más y más rápido. La gasolina circulaba como sangre y la sangre ardía como gasolina. El motor corazón latía frenéticamente y los fanales del automóvil opacaban el brillo de la luna. La goma de los neumáticos tatuaba serpientes sobre la espalda del camino. Todo quedaba atrás en una fracción de segundo. El futuro llegaba tarde y el destino se acobardaba ante mi determinación. El paisaje era una multitud humana que aplaudía la habilidad con que yo dominaba las curvas. Las rectas anhelaban la presión que mi vehículo ejercía sobre ellas, presión idéntica a la de una lengua oprimiendo otra lengua para después seguir su camino hasta el fondo. Más rápido. Más fuerte.

Crepúsculo y amanecer me perseguían sin poder alcanzarme. Las facciones de mi rostro adquirieron la sólida belleza de las estatuas talladas de una vez y para siempre. La máquina resollaba furiosamente y el sudor que recorría mi cuerpo la excitaba aún más. Apreté mi quijada, me aferré al volante y aceleré hasta escuchar que brotaba acero fundido en el engranaje que dio inicio al universo.

Pero no me detuve. Reduje la velocidad durante un instante sólo para volver a experimentar el placer de la gasolina que espera ser bombeada. Volví a pisar el acelerador y conduje más rápido, más rápido...

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