O más Mishima y menos Murakami
Al intentar escribir esto me
resultó difícil saber por cuál arista llegar al centro de este texto. Se me
cruzaban el dicho de Bejamin “la obra de arte en la época de la reproductibilidad”
con mi sorpresa al haber leído “Tokio Blues” de Murakami, junto a mis pocas
lecturas de autores japoneses más antaños como Yasunari Kawabata y Yukio
Mishima o la que hice de una novela de la estrellita pop Banana Yoshimoto.
Con todo esto puesto sobre la
mesa, más que comenzar a escribir caí en la cuenta de que verdaderamente estoy
lejos de conocer costumbres, identidad, tradiciones, incluso historia del país
de mis autores o de todo el lado oriental del mundo, que camino por un lago
congelado cuyo hielo delgadito, propenso a romperse en cualquier momento, deja
traslucir una mezcolanza artificial de cerezos en flor, sushi transformado,
pollo agridulce, saque que no he probado, fermentado de arroz cuyo nombre no
recuerdo, películas de Miyazaki, “Los siete samurais”, “La casa de las dagas
voladoras”, “Señora Venganza ” y “Old Boy”, “El arco” y unos cuantos filmes
más; la imagen inevitable de los campos de arroz con sus trabajadores
protegidos por esos sombreros peculiares como el que cuelga de una pared de
casa gracias al viaje de una amiga. Que sólo si los enumeramos de corrido queda
todo sin distinción entre japoneses, chinos o coreanos. Una suma de consumo
cultural bajo una sola etiqueta.
Tal como el Boom Latinoamericano,
el arte pop de Warhol o el Dadaísmo de Duchamp, muchas cosas en la esfera de
la cultura guardan inevitablemente un sitio en la cadena de consumo, a manera
de sobrevivencia necesaria, afirmación que obviamente no es nada nueva, sin
embargo, cabe recordar que este sitio nada les resta de valor estético,
poético, artístico o “semiológico”. Y gracias a esta cadena, porque no recuerdo
cómo, cayó en mis manos “La casa de las
bellas durmientes” de Kawabata, la primera novela que se salía totalmente de mi
mundo reducido mal tildado de literatura universal que sólo se remitía a
autores europeos consagrados y sudacas (sin ofender a nadie) bien
condimentados, gracias a mi deformación académica. Muchos años después alguien
puso en mis manos “Nieve de primavera” de Mishima, apareciendo de nuevo aquella
idea que hiciera germinar Kawabata de que era absolutamente necesario el
lenguaje sinestético para una mejor traducción de estos autores orientales.
Con “Nieve de primavera” me
mantuve al filo con cada página, sufrí con las decisiones inesperadas y el
cambio de carácter de los personajes, dos jóvenes en medio de una rigurosa
práctica del matrimonio con altas implicaciones de linaje y realeza; sentí la
nieve caer de la forma en que sólo imagino cae en aquellas regiones: con cierta
suavidad. No obstante, entre las páginas de esta novela se encontraba el
remolino que iba creciendo por la confrontación entre las viejas y sagradas costumbres
contra la llegada de las prácticas europeas bajo la etiqueta de modernidad,
reflejadas en el vestir y sobre la mesa. Mishima, pues, era consiente de que su
país y su cultura cambiaban.
Y todo cambió, meses antes de Mishima leí
una novela de la que tenía altas expectativas, “Tokio Blues”. Yo pensaba que
encontraría un sórdido Tokio transitado por un hombre melancólico de manos en los
bolsillos. En su lugar hallé injusto que se nombrara Tokio Blues y no se
conservara el título original Norwegian Wood, con plena alusión a la canción de
los Beatles –no fuera a ser que alguien no cachara la referencia-. Claro, más
expectación generaba el que eligieron ya que en nada se parecen las notas que
dejan en el paladar el rockcito de la primera boy band con éxito descomunal
versus el canto del alma negra. “Tokio Blues” me dejó la sensación de no creer;
sus personajes femeninos me resultaron artificiales, una mezcla de todos los
arquetipos de mujer que construían en lugar de una figura fuerte un títere fofo
investido por el halo de misterio forzado. El protagonista me resultó un hombre
enamoradamente absurdo o absurdamente enamorado, por ahí saltaba una metáfora
de la vida como un pozo y una escena innecesaria de sexo entre nuestro joven
protagonista y la anciana amiga de su amada cuyo suicidio no sorprende, sino
que se tarda. Con la lectura de Mishima entendí mi descontento con “Tokio Blues”
y “Sueño Profundo” de Banana Yoshimoto, pues para mi con estas dos obras se inauguraban
las novelas pop de aire “zen” pero lejos del “tao”, con intento de conservar cierta
estética de los novelistas anteriores pero renovada de manera neoyorkina, pero
el Nueva York de Sex and the City.
Muy a título personal, “Tokio Blues”
es una novela de la que se puede prescindir en la vida. Sé que desde el título esto
parece más una campaña en contra de Murakami –usted disculpe- pero lo que busco
es compartir lo que sé y lo que conozco, si pongo por encima a aquellos viejos
escritores es porque considero que hacen despertar los sentidos, las emociones,
la imaginación, la vida, que tanta falta nos hace, pues vivir en este lugar –no
me refiero sólo a México- donde unos cuantos defienden con improperios y
maldiciones el maltrato animal, dejando entrever no la defensa de las causas “justas”
–si es que existen- sino el deseo violento de una sociedad desgastada, bombardeada,
reprimida. No hay defensa, sólo disgusto, ganas de reventar y reventarle la
cara a alguien. He escuchado que algunos dicen “más vale que lean lo que sea a
que no lean”, pero estoy convencida de que todo lo que consumimos nos determina
como personas, como entes históricos, como actores sociales, como consumidores
en potencia. No más historias peladitas y a la boca, sí al despertar del
entramado y de la complejidad de las relaciones a distintos niveles, uno puede
navegar y entender novelas más elaboradas sin necesidad de acudir a un libro
que explique “el relato en perspectiva” –una disculpa a doña Luz Aurora
Pimentel-.
Por lo pronto, les dejo un link a
“El Rumor del origen. Antología general de la literatura japonesa” https://gregoryzambrano.files.wordpress.com/2010/09/javier-sologuren-el-rumor-del-origen-antologia-de-la-literatura-japonesa.pdfn
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