sábado, 1 de noviembre de 2014

Qué sería de nosotros sin los pretextos


“Torcido”… 

 

Así me dijo que estaba, así me he dicho que estoy, así escucho a mis amigos decirse unos a otros. Historias iniciadas por ahí de los 18 o 20 años, acabadas nunca, lapidadas todas, nuestra generación, vacía de todo, llena de nada, necesitada de un algo que fundamente su existencia, ha decidido tomar como pretexto el sufrimiento, convirtiendo en su leitmotiv el fracaso amoroso. Nacimos, sí, hay que reconocerlo, carentes de todo futuro prometedor, incapacitados para generar grandes rupturas en el arte, nuevos movimientos literarios, pues nuestros mejores ancestros lo hicieron todo andando las calles de los negros, desde los bares ruinosos, en las noches opacas y frías, entre drogas, alcohol, mujeres, e historias rotas. Por ello, sin nada de donde asirnos, tomamos el motivo más pequeño del arte de nuestros maestros y lo hiperbolizamos. Escribimos del amor que se nos fue, el que nos rompió la madre, porque no hay otro modo de decirlo, nos tatuamos frases significativas sólo en aquel contexto, medimos las noches por la falta que, entre las chelas y los mezcales (si bien nos va) se nos escapa ella o él, cuestionamos el ser sin entenderlo siquiera. Otros, optimistas acaso, encuentran nuevos motivos amorosos que convertirán, más tarde, en la continuación de la historia triste, adherida al caos total, categoría que le faltó incluir a Mario Santiago Papasquiaro en su Manifiesto Infrarrealista al lado de la poesía total. Mi rechazo categórico a dejar este relato, a construir una historia nueva cuya  línea narrativa haga a un lado el dolor del sexo que dejó su eco eterno entre mis piernas. ¿Llegamos al absurdo acaso? porque cada mujer que escucho hablando de lo mismo me saca una sonrisa plagada de satisfacción dolorosa y placer de retorcerme, cada hombre borracho que me cuenta entre líneas de impreso barato la historia de una puta asesina más, me enamora. Qué sería de nosotros, pues, sin los pretextos, cuántos discos se le habrían caído a la industria si no los ligáramos a los momentos de locura, de rabia o de pasión, cuántos libros habrían dejado de escribirse, cuántos más yacerían guillotinados sin jóvenes ebrios que los leyeran, dónde estaría el futuro del arte si no nos hubiéramos inventado el mejor pretextos del absurdo siglo XXI, el peor sitio para vivir. No sé ustedes, pero entre que reclamamos derechos, pedimos justicia, gritamos democracia, nos exaltamos por cada presente histórico podrido, nos olvidamos de la política interna del país o ignoramos magistralmente las relaciones exteriores, detestamos políticos, descubrimos el hilo negro (bien cochino) de todo lo que pasa en este México tan vardo, tan estado intermedio, ni tan del tercer mundo ni cerquita del primero, entre todo eso, entre los pocos poetas que hablan de los muertos de cada día y las fosas clandestinas, seguimos, ante tanda desolación, agarrados de ese único motivo que podemos calificar como propio, el único mito identitario de esta generación que busca traer de nuevo las tornamesas y los vinilos, las chamarras de piel y los zapatos de agente del FBI (como dice Tom Wolfe) , acarreando siempre del pasado, es, al final, lo que más nos deja, de donde más sacamos...  

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