“Torcido”…
Así me dijo que estaba, así me he dicho que
estoy, así escucho a mis amigos decirse unos a otros. Historias iniciadas por ahí
de los 18 o 20 años, acabadas nunca, lapidadas todas, nuestra generación, vacía
de todo, llena de nada, necesitada de un algo que fundamente su existencia, ha
decidido tomar como pretexto el sufrimiento, convirtiendo en su leitmotiv el
fracaso amoroso. Nacimos, sí, hay que reconocerlo, carentes de todo futuro
prometedor, incapacitados para generar grandes rupturas en el arte, nuevos
movimientos literarios, pues nuestros mejores ancestros lo hicieron todo
andando las calles de los negros, desde los bares ruinosos, en las noches
opacas y frías, entre drogas, alcohol, mujeres, e historias rotas. Por ello,
sin nada de donde asirnos, tomamos el motivo más pequeño del arte de nuestros
maestros y lo hiperbolizamos. Escribimos del amor que se nos fue, el que nos
rompió la madre, porque no hay otro modo de decirlo, nos tatuamos frases
significativas sólo en aquel contexto, medimos las noches por la falta que,
entre las chelas y los mezcales (si bien nos va) se nos escapa ella o él,
cuestionamos el ser sin entenderlo
siquiera. Otros, optimistas acaso, encuentran nuevos motivos amorosos que
convertirán, más tarde, en la continuación de la historia triste, adherida al
caos total, categoría que le faltó incluir a Mario Santiago Papasquiaro en su Manifiesto Infrarrealista al lado de la
poesía total. Mi rechazo categórico a dejar este relato, a construir una
historia nueva cuya línea narrativa haga
a un lado el dolor del sexo que dejó su eco eterno entre mis piernas. ¿Llegamos
al absurdo acaso? porque cada mujer que escucho hablando de lo mismo me saca
una sonrisa plagada de satisfacción dolorosa y placer de retorcerme, cada
hombre borracho que me cuenta entre líneas de impreso barato la historia de una
puta asesina más, me enamora. Qué
sería de nosotros, pues, sin los pretextos, cuántos discos se le habrían caído
a la industria si no los ligáramos a los momentos de locura, de rabia o de
pasión, cuántos libros habrían dejado de escribirse, cuántos más yacerían
guillotinados sin jóvenes ebrios que los leyeran, dónde estaría el futuro del
arte si no nos hubiéramos inventado el mejor pretextos del absurdo siglo XXI,
el peor sitio para vivir. No sé ustedes, pero entre que reclamamos derechos,
pedimos justicia, gritamos democracia, nos exaltamos por cada presente
histórico podrido, nos olvidamos de la política interna del país o ignoramos
magistralmente las relaciones exteriores, detestamos políticos, descubrimos el
hilo negro (bien cochino) de todo lo que pasa en este México tan vardo, tan
estado intermedio, ni tan del tercer mundo ni cerquita del primero, entre todo
eso, entre los pocos poetas que hablan de los muertos de cada día y las fosas
clandestinas, seguimos, ante tanda desolación, agarrados de ese único motivo
que podemos calificar como propio, el único mito identitario de esta generación
que busca traer de nuevo las tornamesas y los vinilos, las chamarras de piel y
los zapatos de agente del FBI (como dice Tom Wolfe) , acarreando siempre del
pasado, es, al final, lo que más nos deja, de donde más sacamos...
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