Estaba sentada en la sala de la casa de mi amigo Othón, tenía los ojos
con las pupilas más dilatadas que recuerdo, frente a mi, una pelota morada rebotaba de mis
manos a la orillita de la mesa, en un eco tan incesante como el de un estroboscopio,
la miraba fijamente. De pronto, dirigí la vista hacia la televisión y la imagen
ahí dentro se removió como si se derritiera. Entonces me paré y me fui, ya
estaba demasiado puesta. La tía, estacionada en su look de los 80, que se
supone no debía saber que estaba drogada, ya me miraba sospechosamente y el LSD
alojado en mi columna vertebral se disparaba en colores. Afuera, la noche tenía
una luna tan enorme que pude verla a dos metros de distancia, los edificios de
ese Querétaro colonial se iluminaban de morados, rosas y azules pastel, mi
sonrisa no podía cegarse.
Entonces, conocí a Tom Wolfe en el verano de… -no, espera- Me habría
gustado conocer a Tom Wolfe en algún verano de esos legendarios en que se
hacían las pruebas del ácido, quizá hubiese conocido también a Hunter S.
Thompson y Ken Kessey. Lo cierto es que desde la primera vez que vi su libro en
traducción Anagrama siempre quise tenerlo, pues ese título, Ponche de ácido lisérgico, me decía que
algo en su interior se comunicaría conmigo y mi modo de vida. No fue sino hasta
seis años después que tuve el libro en mis manos como algo mío, lo había tenido
poco menos de dos minutos en dos ocasiones, perteneciente a dos personas a
quien jamás me habría atrevido a pedirlo prestado y una tercera en su versión al
idioma original. Los libros de Thompson y Kessey, Miedo y asco en las vegas y Alguien
voló sobre el nido del cuco, respectivamente, fueron llevados al cine con
la espléndida actuación de Jonhy Dep como Hunter y un Vinicio del Toro como su
abogado en Miedo y asco… y en Alguien voló… Jack Nicholson como Randle
Patrick McMurphy, quien termina con una lobotomía, y Will Sampson como Jefe, a
quien recordaremos por ese homenaje que le hicieran Los simpsons en aquel capítulo en que Homero termina en un psiquiátrico,
conoce a Michel Jackson y un indioamericano lanza un mueble por la ventana y se
escapa corriendo por el campo.
Por su parte, Wolfe y Hunter le dieron a algo que se llamó el New Journalism, ese nuevo periodismo
implicaba vivir muy de cerca lo que reporteabas, así lo aplicó Hunter con su
reportaje para la Rolling Stone sobre
los brutales Hells Angels, así la
vivió Tom cuando escribió su The Electric
Kool-Aid Acid Test. Las obras de Hunter y Kessey llegaron a mi en un
momento en que para la vida esas cosas eran algo natural, las drogas habitaban
mi torrente sanguíneo y el alcohol me visitaba los fines de semana con tanta
puntualidad y dedicatoria como jamás llegué a mis clases, mis amigos se
controlaban de un conato de pazón de coca con un whiskey, hablábamos sobre On the Road y sentíamos el Aullido de Ginsberg, las noches se pasaban entre Dizzy Gillespie,
King Crimson y Mars Volta -por decir los menos- humo de cigarro, crack en tres
goteros y pláticas de borrachos, marihuana fumada en diversos utensilios,
noches en albercas con estrellas nada distantes, pastizales que se movían como
olas, sonrisas en los rostros de todos, la comunicación sin palabras que nos
decía “sí, ya todos lo sentimos, el ácido está en mi”. Luego los dejé de ver y
mi sangre lleva limpia dos años –dejen que me ría al decir limpia, por favor- y
todo esto se convirtió en recuerdos.
Por eso, cuando leí Ponche de ácido algo en mi se removió por
todas partes de mi cuerpo, se me reveló la historia de la que tenía tan sólo
guiños, pues en él se retrata eso que se conoce como la ola del ácido, por que
sí, antes de que nosotros, nuevas generaciones de la tacha y la meta, comiéramos
LSD en raves –lo que yo jamás haría por la música tan alterante que suena-
existió un momento en la historia de EU, siempre tan doble moral, en que el ajo no estaba penalizado y apenas existía
una ley contra la marihuana, única forma de atorar a todos los buenos comedores
de L. Existieron también las pruebas
del ácido organizadas por un grupo de honestos Alegres bromistas comandados por un loco de pantalones ajustados
conocido como Kessey, eran algo así como los antecedentes a los grandes
festivales de música. Leer a Wolfe es darse un chapuzón en aquel mundo de
libertad, libertinaje, excesos y placeres de los 60’s en que confluyen grandes
personajes como los maduros beats Ginsberg,
Kerouac, Cassady en su esplendor, los Ángeles del Infierno con sus
motocicletas, los fabricantes de ácido, los Beatles tocando en un concierto y
el nacimiento de la gran banda de Jam
los Grateful Dead –aquí la parte en que escuchan el disco-.
Leer Ponche es acceder a un
libro plagado de emotivas conjeturas que plasma cómo Kessey buscaba ir más allá
de la droga, pues se nos dice, no basta con acceder a esos estados cada vez,
con abrir las puertas de la percepción y cerrarlas al pasar el efecto, qué
sentido tiene, se nos plantea, consumir el ácido y adquirir conocimiento si no
podemos quedarnos ahí, habría mejor que buscar lograr que nuestra mente se desplegara
en sus capacidades manipulándola a través de la experiencia previa de saber a
dónde puede llegar obtenida mediante el ácido, pero sin usarlo todo el tiempo. Hay
que leer a Wolfe y desentrañar los ideales hippies y psicodélicos, toparse de
frente con una versión menos rosada de los autobuses escolares habitados por
chavos en chalecos de cuero y atrapasueños, conocer un poco de todo lo que hubo
que pasar antes de que nosotros, en nuestro México violento, pudiéramos conseguir
un Hoffman o un Shiva, un micropunto que te pega más rápido que un cuadro, una
planilla para consumir de vez en cundo. Cuando dejé de drógame –con cocaína,
más que nada- fue porque al sentir la taquicardia y la paranoia, al ver cómo
mis amigos cada vez con más frecuencia se sentían igual, cómo estábamos formando
parte de una cadena de narcotráfico –maldigo aquí todo lo sucedido en el mundo
de las drogas para que llegáramos al punto en que la gente se mata por el
control de un mercado que se volvió sucio, pues en aquellos años y en aquel EU uno
iba y compraba su LSD directo con el fabricante- cuando todo eso se hizo mi
realidad me di cuenta que el ideal dorado de mis lindos 18 a 22 había acabado
por sepultarse bajo goteros quemados, ya no había experimentación que condujera
a autoconocimiento, no buscaba la apertura de mi mente ni la distención de los
sentidos contenidos. Leer al Wolfe fue recordar que un día estuve en un buen
camino al que puedo volver saboreando la experiencia previa. Lean al Tom,
escuchen al los Grateful Dead, dróguense hasta saciarse y expandan su mente sin
llegar al absurdo de la dependencia y la adicción, el mundo es nuestro y
podemos tragarlo… Yo desempolvaré mis discos y mis recuerdos
No hay comentarios.:
Publicar un comentario